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(FRAGMENTO DE LA NOVELA)

UNA MADRE SIN ESPOSO

¿A dónde fuiste, Amor, adonde fuiste?
Se extinguió del poniente el manso fuego,
y tú, que me decías «hasta luego;
volveré por la noche»… ¡no volviste!

 

Amado Nervo - «Amada inmóvil»


Cuando Laura vio a Héctor por primera vez, ella estaba sentada en la jardinera afuera de la escuela esperando al camión escolar.
Él estaba de pie a un metro de distancia apoyando su espalda contra un árbol mientras leía un libro que ella reconoció. Laura tenía unas gafas que encuadraban su rostro; el cabello negro rizado controlado solo por una banda en su cabello; y su piel oscura contrastaba con el color verde de sus ojos, un verde que fácilmente podría ser confundido por un gris.
Se quedaron uno cerca del otro por casi diez minutos hasta que llegó el camión de Laura y ella tuvo que subir sin alcanzar a armarse de valor para decir tres palabras sencillas.
Al día siguiente repitieron lo mismo. Se encontraron en la hora de salida, ella se quedó viéndolo y minutos más tarde subió al camión sin conseguir que la mirara una vez.
Luego de una semana, Laura decidió actuar. Se aseguró de no ensuciar su uniforme en el día, arregló su cabello, usó labial, cepilló sus dientes después del receso y se preparó para saludarlo.
Pero para cuando ella llegó a la parada, él no estaba ahí. Resoplando fue a sentarse a su lugar de siempre, se cruzó de brazos con un semblante malhumorado mientras contaba los segundos para que pudiera subir al siguiente camión.
—Buenos días, Laura.
Cuando Laura miró a su lado encontró a Héctor de píe. ¿No era extraño que no reconociera su voz, pero que él sí supiera su nombre?
—Buenos días, Héctor.
No más extraño que el hecho de que ella también supiera su nombre y que él apenas la escuchó hablar por primera vez pensara que tenía una voz muy bonita.
Y fue así como empezó.
Resultó que Héctor había notado a Laura al cuarto día de esperar juntos el camión y como la escuela no era tan grande fue sencillo dar con el nombre de ella. Laura también hizo su investigación sobre él, solo para comprobar que no tenía novia, tenían la misma edad y a él también le gustaba leer.
Pasaron los primeros días dándose aquel buenos días aunque ya fuera tarde y lentamente comenzaron a ampliar la conversación hasta que Laura le dijo que quería ir con él a ver una película y que no perdería su tiempo esperando a que se animara a invitarla. Porque Laura sabía exactamente lo que quería, y resultaba que lo quería a él.
Fue Laura quien insistió en que tenían que dividirse la cuenta, y cuando Héctor le preguntó la razón ella le contestó con simpleza:
—Porque así me vas a invitar el fin de semana a cenar.
—Tal vez igual lo haré —le dijo formado en la fila de golosinas.
—Sí, pero ahora te sentirás comprometido a hacerlo. Y escúchame, Héctor, vas a comprometerte conmigo —pero en lugar de que aquellas palabras lo hicieran escapar lo hicieron sonreírle a la joven de piel morena y cabello revoltoso.
—Bien, ¿con anillo y todo? —preguntó encogiéndose de hombros sin sentirse asfixiado ante aquella conversación, pero sabiendo que solo estaba bromeando.
—¿Sí?
—Por supuesto.
—Me estás tomando el pelo.
—Un poco —aceptó sonriendo.
—Eres cruel, pero cuando menos te des cuenta vas a querer casarte conmigo y para entonces nada de anillos, quiero un collar, los anillos se me pierden.
Héctor seguía sonriendo ante aquel extraño giro de conversación porque ambos tenían dieciséis y ninguno quería casarse de verdad, no en la primera cita por lo menos.
—Un collar, lo tengo —apuntó Héctor en su mano con un invisible bolígrafo como si estuviera tomando nota, aunque Laura sabía que sólo estaba burlándose de ella.
—Pero cuando nos casemos sí que voy a querer un anillo.
—¿No se te va a perder?
Laura apretó sus labios entre sí para no reírse y seguir en aquel juego.
—No, porque así mantendré alejada a las mujeres de ti.
—¿Eres celosa?
—No, y tú tampoco.
No lo estaba preguntando, ni siquiera lo estaba asumiendo, sonó como si le estuviese ordenando no ser celoso con ella.
—A mí me gusta tener muchos amigos, así que nada de celos conmigo.
—Tal vez a mí me guste tener amigas.
—Bien, pero cuando tengas el anillo la gente sabrá que hay una chiflada que está atada a ti.
—Del cuello —añadió Héctor señalando su propio cuello, recordándole el collar de compromiso.
—Por supuesto.
—Eso me basta.
Y Laura caminó el paso que los separaba, le pasó los brazos por el cuello y de puntitas, con las manos de él en su cintura y la sonrisa de ambos en sus rostros, lo besó. Ella a él, ahí, en medio de una fila a las golosinas. Porque así era ella, segura y decidida. Era como si supiera muy dentro de sí que no tenía tiempo que perder, y Laura nunca desperdiciaba su tiempo.
*
Héctor y Laura estaban enamorados, llevaban estándolo desde que se conocieron. Aunque la etapa del enamoramiento quedó atrás muchos meses antes, sería más correcto decir que se amaban, con cordura y pocas limitaciones.
—Me vas a llamar —le dijo Laura, con lágrimas en los ojos con ese tono autoritario tan de ella que Héctor alcanzaba a reconocer como el que utilizaba cuando estaba nerviosa.
—Todos los días.
—Y vas a contármelo todo, hasta de los maestros fastidiosos quiero saber.
—Por supuesto.
Estaban por iniciar las clases en la universidad. Héctor estudiaría en una a tres horas en camión de distancia, no demasiado lejos, pero no lo suficiente cerca y sabían que no sería sencillo verse porque no la dejarían sus padres visitarlo y él no tenía el dinero para ir y venir a excepción de las vacaciones.
—¿Me prometes que… si la distancia lo vuelve difícil me lo dirás?
Héctor puso ambas manos en su cara para levantarle el rostro hacia él y vio sus ojos verdes brillantes mezclándose con el gris y las lágrimas.
—¿Por qué sería difícil? —preguntó usando ese tono serio y cariñoso. Laura miró hacia los lados para asegurarse que el camión de Héctor todavía no llegara.
—Porque soy un fastidio a veces.
—Casi siempre, Laura.
Se ganó una risa mezclada de llanto.
—Sí, casi siempre —admitió ella mientras una lágrima se deslizaba—, pero irás a otra ciudad y conocerás nuevas personas y yo estaré muy lejos.
—No tan lejos.
—Demasiado lejos.
—Un poco lejos —admitió al final Héctor mientras ella pasaba sus manos por el rostro de él como si quisiera memorizarlo todo con su tacto.
—Debimos hacerlo —se lamentó mientras sus mejillas se ponían rojas—. ¿Por qué me hiciste caso cuando dije que te detuvieras?
Héctor dejó un beso en su frente y otro en su nariz y uno más sobre sus labios.
—Porque volveré en las vacaciones. Tenemos tiempo.
Pero Laura no lo sentía así, escuchaba el tictac dentro de ella presionando para vivir con prisas.
—¿Y qué pasa si no?
—Por supuesto que sí.
—Se supone que sea especial, tú eres especial. Yo fui tan estúpida y estaba tan nerviosa. ¿Por qué me escuchaste? —se lamentó mientras las lágrimas iban acumulándose en los ojos.
—No tenemos prisa.
—¿Y si no vuelves en las vacaciones? ¿Qué si ya no quieres volver o si yo consigo un novio más guapo en mi escuela?
—Yo también podría hacer eso —dijo Héctor sonando dulce incluso al bromear así.
—Hablo en serio.
—Tengo algo para ti.
—Héctor, no, no más regalos, no quiero otra carta. Me vas a hacer llorar de nuevo.
—Ya estás llorando —le señaló y Laura se quitó las lágrimas de las mejillas como si eso pudiera contradecirlo—. Este va a gustarte.
Mientras lo decía sacó del bolsillo del pantalón una cajita de cartón y se la dio a Laura. Ella la tomó sin muchas ganas y se encontró con un collar plateado con un dije circular.
—Gracias —dijo secamente Laura sin que el regalo fuera de su agrado.
—Pensé que pondrías mejor cara.
—Sí, está bonito —miró el collar unos segundos más y suspirando lo llevó a su cuello para ponérselo.
—Déjame a mí.
Laura le dio la espalda mientras él movía todo su cabello rizado y rebelde hacia el lado para poner el collar a su cuello. Él sonrío para sí antes de dejarle un beso en el hombro.
—Listo. Estamos comprometidos.
Laura tomó el dije circular entre sus dedos y se dio cuenta que cabía perfectamente en su dedo meñique. Se giró a Héctor y le pasó los brazos por el cuello antes de llenarlo de besos.
—Si estás bromeando voy a patearte tanto que tendrán que subirte al camión en silla de ruedas.
—No bromeo, no con esto.
Y fue así como se comprometieron.

Apenas terminó las materias, entregó la documentación para el título, Héctor volvió a casa para casarse. Fue su motivación para no reprobar ninguna materia, avanzar con su tesis en el último año de estudios y ser el alumno sobresaliente de su generación. Lo tenía muy claro: iba a casarse con Laura.
Y Laura lo tenía aún más claro todavía, porque apenas pasó por él a la estación de camiones lo llenó de besos para decirle que ya tenía listo todo para la boda.
Fue una boda sencilla, a la que asistieron cuantos amigos y familiares recordaron añadir en la lista de invitados. Laura brillaba ese día, incluso al pasar los años ambos iban a coincidir que aquel fue el mejor día de sus vidas.
—No te vas a emborrachar hoy —le recordó o le ordenó bromista y nerviosa, sobre todo nerviosa.
Y Héctor levantó su copa llena de agua mineral mientras le levantaba una ceja.
—No seas una esposa mandona, Laura. Llevamos solo medio día de casados.
—¿Estás amenazándome con divorciarte en nuestra boda? —preguntó ella juguetona sujetando a Héctor por la cintura buscándole las cosquillas.
—Sí… no… tal vez.
—Entiéndelo bien, Héctor, esto es hasta la muerte y no tengo intenciones de ser la viuda de nadie.
Laura iba a recordar esas palabras los últimos días antes de morir, las recordaría como si las estuviese repitiendo a gritos a su lado. Porque Laura nunca lloró, no al menos cuando Héctor estaba. Pero sí que lloró.
Lloraba por las noches mordiendo la almohada de impotencia, y lloraba en la ducha cuando Héctor salía al trabajo, lloraba desconsolada abrazada al álbum de fotos de la boda y no podía evitar llorar pensando no en su muerte, no en el dolor, no en el angustiante saber que ella iba a morir pronto, lloraba por él.
Porque cuando giraba las cartas y se imaginaba perdiéndolo se le partía el corazón por completo y sabía que ella no lo vería morir, iba a morirse y lo dejaría a su suerte. Sí que lloró, pero se juró que no lloraría con él, porque esa no era la Laura de la que él se había mantenido enamorado por tantos años. Y el cáncer le arrebataría todo, menos su devoto amor por Héctor y sus deseos de verlo feliz.

—Lili —pronunció Laura apenas bajó del automóvil. Héctor sonrió desde el otro lado del coche mientras cerraba la puerta con la llave.
—Lili me gusta —admitió Héctor ganándose una sonrisa de su mujer.
—¿Y si es niño?
—Lalo —Laura se rio, pero cuando Héctor mantuvo su expresión sería le abrió los ojos en grande.
—No, Lalo no.
—¿Eduardo?
—¿Para que le digas Lalo? No.
—Enrique.
—Enrique me gusta. ¿Samuel?
—Samuel es un buen nombre, tiene carácter.
—Bueno, si es niño será Samuel y si es niña le pondremos Lili.
—¿Y si son gemelos?
La sonrisa de Laura se amplió.
—¿Te imaginas si fueran gemelos? —preguntó emocionada.
Mientras esperaban su turno afuera del consultorio, Laura mantuvo sus manos sobre su vientre hablando de aquella fantasía que iba tomando forma para ellos.
—¿Cuántos meses crees que tenga?
—¿Cuatro?
—Ojalá sean dos o tres, así podré planear con más tiempo su llegada.
Cuando la hicieron bajarse el pantalón y levantarse la blusa sobre la camilla para ponerle el líquido que les permitiría escuchar y ver a su hijo por primera vez, ella seguía ilusionada contándole al médico los nombres que eligieron para su bebé. Héctor no paraba de sonreírle a ella. Y al mirar al doctor, Laura descubrió su semblante de preocupación mientras iba moviendo el aparato de un lado a otro sin que el monitor mostrara los latidos.
—Olvidé mi cámara en el carro. ¿Puedes ir? —le pidió Laura a su esposo.
—¿Ahora?
—Quiero tener una foto de él.
Y Héctor que nunca la contradecía, salió del consultorio a prisas.
—¿Es grave?
Luego de unos segundos el doctor asintió.
—¿Muy grave?
—Tenemos que hacer estudios todavía —evadió responder el médico.
—Mi abuela murió de cáncer y dos tías, si esto es grave tiene que decírmelo ya, antes de que él vuelva.
—Lo es —admitió el medico sin dejar de observar el vientre inflado de ella.
Le temblaron los labios a punto de llorar, pero Laura llevó su mano a su boca y se ordenó a sí misma no hacerlo. No lloraría por sí misma. No lo haría.
—¿Y cuanto tiempo tienes?
Héctor no esperaba que la respuesta a su pregunta se traduciría a meses de vida.

—Tienes que aceptar, Laura. Tienes que aceptar el tratamiento —insistió Héctor sobre el tema que se había convertido en el único durante las últimas cuatro semanas.
Pero Laura volvió a negar como venía haciéndolo por un mes.
—Ya escuchaste al doctor, calidad de vida o cantidad. Quiero disfrutar mi vida, Héctor. Quiero disfrutar nuestra vida juntos.
—Vas a disfrutarla, Laura. Te prometo que vas a disfrutarla, solo acepta el tratamiento.
Pero Laura volvió a negar.
—El tratamiento es agresivo y no hay garantías, al final podría vivir el mismo tiempo, pero con un peor estado de salud.
—Laura. Por mí, por favor, sólo tómalo.
—Por ti es que no lo haré. Quiero que me recuerdes así.
—Estás siendo estúpida y vanidosa.
—Estoy desahuciada, Héctor. No me hagas pasar por eso, no quiero crearme esperanzas cuando no existe nada a que aferrarme.
Y Héctor al final aceptó, pero no por las palabras de ella. Una noche se despertó tras una pesadilla, Laura estaba en una camilla sufriendo con el medicamento, le gritaba que detuviera el dolor.
Pasó sus brazos alrededor de ella en medio de la cama y la apretó fuerte contra sí porque lo sabía, lo sabía en cada pedazo de su piel. Iba a perderla.

Laura estaba sentada en la cama leyendo un libro de poemas de Amado Nervo, Héctor leía un libro de cuentos hispanoamericanos.
—¿Vas a leerlo cuando me vaya? ¿Me lo prometes?
Y Héctor se levantó enojado con ella y su insensibilidad. Salió al patio a respirar algo de aire fresco, algo de vida del exterior, de la vida que adentro de su casa se estaba agotando.
—Héctor.
—No. No. Déjalo de una vez, Laura.
—Por favor —imploró ella.
—Si vas a decirme cómo vivir mi vida, vas a tener que estar viva para hacerlo.
—Héctor.
—No —se dejó caer al suelo sintiendo una opresión en sus pulmones, ahogándose con su propio llanto, como si estuviese desgarrándose mientras su cabeza tocaba el húmedo pasto. Laura caminó a pasos lentos hasta él, porque se le había pasado la hora del medicamento y el dolor la golpeaba con fuerza. Ignoró el dolor, se acercó a él y se arrodilló pasando sus brazos en su espalda, como si lo cubriera de una avalancha.
—Perdóname —pidió ella con su boca enterrada en el cabello de él—. Desearía tanto no haberte conocido nunca. No debí hacerte esto… lo siento. Lo siento.
Héctor levantó la cabeza y abrazó a la mujer ahora envolviéndola él contra su cuerpo.
—No es así, Laura. No digas eso.
—Debí tomar el tratamiento, era lo que querías.
—Eso no importa.
—Sí importa. Voy a morirme y te haré daño. Recorté nuestro tiempo juntos por ser tan cabeza dura.
—El cáncer lo hizo, no tú. Solo fue el cáncer. Si pudiera repetirlo todo, sabiendo cómo va a terminar volvería a elegir conocerte y enamorarme de ti.
—Estás mintiendo.
—Bueno, Sofía de nuestra clase de inglés ahora es senadora, iría por ella.
—No me hagas reír, me duele.
Porque el cáncer al final le arrebató hasta la risa a Laura.

Cuando ella murió, lo supo un día antes Héctor. Sabía cuándo iba a morir la mujer de su vida porque ella se veía como era antes del cáncer. Llena de vida. Reunió a la familia de Laura en el hospital, la hospitalizaron porque había demasiado dolor y solo los analgésicos y sedantes en su intravenosa podían quitarlo. Ese día la escuchó platicar, reír y bromear, y a cada rato acariciaba la cara de Héctor y le daba ordenes como a ella le gustaba hacer.
—Me siento muy bien —decía a cada rato como si se embriagara de su propia esperanza y en ningún momento Héctor quiso desmentirla—. Tal vez sí debí tomar el tratamiento, está funcionando.
—No quiero decirlo, pero te lo dije —le mintió Héctor jalando las palabras sobre el nudo en la garganta porque sabía que el suero no tenía ningún tratamiento y no había nada milagroso ocurriendo excepto ese último salto de vida.
Y cuando al final la habitación se quedó con solo ellos dos, Héctor se acostó en la camilla con ella.
—¿No van a enojarse los doctores?
—Que lo intenten —porque nadie lo separaría de Laura, excepto la muerte.
—Vas a vivir muchos años, Héctor. Y te juro que vas a encontrar una manera de ser muy feliz. ¿Sabes por qué?
Pero Héctor no tenía fuerza para sacar las palabras de su boca, asintió mientras la llenaba de besos en el rostro y en las manos y en su cabello. Intentando ignorar lo diferente que era de su Laura, la extraña palidez en su piel morena, la rigidez en su cabello siempre rizado, sus ojos pequeños y su cuerpo débil por la falta de alimento.
—Porque, tú y yo, estamos envejeciendo en otra vida.
—Por supuesto que lo estamos.
Y eso fue lo último que le escuchó decir. Laura se quedó dormida en sus brazos y él se quedó abrazándola, se obligó a cerrar los ojos y dormirse con ella temeroso de ver el momento exacto en que ella muriera.
La próxima vez que despertó Laura ya no estaba ahí.

Al morir ella no había palabras, ni personas, ni consuelo que pudiera obtener del mundo. Hasta que una tarde encontró en el cajón del maquillaje de Laura un libro.
La amada inmóvil de Amado Nervo, ese por el que habían tenido aquella ultima discusión. Un libro de poemas que Laura había leído las últimas semanas. Lo abrió y encontró su letra escrita en la primera hoja del libro.
Hay una vida en la que tú y yo envejecemos, en la que vimos crecer a nuestros hijos y malcriamos a nuestros nietos, quiero creer que cuando me vaya voy a ver nuestra vida pasar, la que tuvimos y la que nos habría gustado tener. Recuérdame en ambas, envejece conmigo en esa fantasía y cuando tengas suficiente de ese sueño, vas a despertar y ser el hombre del que me enamoré, del que sigo enamorada.
Promete que encontraras el modo, mi Héctor. Sin importar lo que tardes en superar el dolor. Y te prometo que encontraré un modo de estar ahí para ti.
Laura no pudo ser más atinada con la lectura. Era un libro de poemas escritos la noche en que el autor perdió a su mujer, un libro que como él era un viudo al cual volver y hablarle y desahogarse. Fue así como por diez años Héctor sobrevivió. Leyendo, llorando, riendo y gritando a solas en su cabeza y a los libros mientras se iba imaginando la forma de los autores.
Y justo eso hacía esa mañana en que vio la primera vez a Elena, mientras ella lloraba desconsolada con un conejo entre sus brazos. Cuando la vio no pudo evitar pensar que ella parecía entender el sufrimiento como él y eso fue lo que lo hizo levantarse para ofrecerle su ayuda. Porque ella no parecía tener nadie quien pudiera escucharla, ni siquiera un libro, y Héctor estaba cansado de hablar con las fantasías de su cabeza que no podían transformarse en realidad.

Comentarios (1)

Ospite
19 ago

Muy bueno el relato, triste y poético, disfruté mucho leyéndolo.

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