Angélica L. Cota
PAJARITOS
Una pequeña ave plateada se estrelló contra el cristal de mi ventana esa mañana. Lo recuerdo claramente a pesar del paso de los años porque estaba a los pies de la cama decidiendo entre la corbata amarilla o la rayada verde cuando el golpe me sacó de mis cavilaciones. Lo recuerdo tan bien, porque mientras bajaba las escaleras, creyendo que algún chiquillo había lanzado piedras a mi ventana de nuevo, caí del segundo escalón y bajé rodando los siguientes diez hasta el suelo.
Se me salieron las lágrimas por el dolor, sujeté la barandilla para levantarme y cuando me paré de golpe recuerdo la sensación de mareo que casi hizo que volviera al suelo, pero sostuve con fuerza el barandal, y así con todo y dolor de espalda salí a la calle dispuesto a atrapar a los bribones que volvían a hacerme jugarretas infantiles.
No me sorprendió no encontrar a nadie afuera, por una parte, porque seguía creyendo que se trataban de niños agiles y asustadizos que sabían esconderse o escapar, pero por otro lado yo había hecho un escándalo y soltado toda clase de maldiciones y groserías mientras bajaba rodando las escaleras.
Me acerqué a la ventana del segundo piso, la que pertenecía a mi habitación, esperando encontrar el vidrio roto, pero se mostraba intacto, entonces recuerdo haber mirado hacia abajo y ver el cadáver del pequeño pájaro plateado.
Un ala estaba más alejada que el resto de su cuerpo, el pico estaba partido y sus ojos abiertos, aunque sin vida, la piel se me erizó como si en lugar de un ave pequeña hubiese encontrado el cuerpo de un niño. Me alejé de ahí y me encerré de nuevo en la casa.
Aunque usted no lo comprenda, mi pulso estaba acelerado contra mi pecho, el dolor de espalda había desaparecido o por lo menos no se encontraba presente, y los vellos de mis brazos seguían erizados como si fuese alguna mutación espeluznante de puercoespín y humano.
Tomé el teléfono de la casa dispuesto a llamar a emergencias y mientras presionaba uno de los tres números fui consciente de lo que estaba haciendo. Solté una risa nerviosa, tartamuda, breve y sin gracia, y dejé el teléfono en su sitio.
Subí las escaleras, sabiendo que quedaba menos tiempo para la cita que había programado con el dentista aquella mañana. Miré de nuevo las dos corbatas que se encontraban encima y en el borde de la cama. ¿La amarilla?, ¿La rayada? Una debía ser.
A mi exesposa siempre le exasperó mi necesidad de elegir meticulosamente corbatas, sobre todo, decía ella, porque yo carecía de buen gusto. Lo que no sabe ella es que mi mal gusto incluye esposas, corbatas y la capacidad nata de hacerme amigo de los amantes de mi mujer, exmujer.
Pensaba en esa maldita desgraciada cuando un segundo golpe me distrajo. Nuevamente el sonido provenía de la ventana. Bajé las escaleras, esta vez caminando tan despacio que mis pisadas no podían ser escuchadas; abrí la puerta principal y asomé la cabeza, pero por segunda ocasión no había nada.
Me acerqué a la ventana desde fuera, no había ningún indicio de vidrios cuarteados o algo parecido. Lo que sí encontré fue una segunda ave. Di un brinco hacia atrás, asustado, me recompuse en cuestión de segundos, por supuesto, no era para tanto y examiné el cadáver: tenía el cuello roto. Lo supe porque su cabeza estaba unos centímetros alejada del resto de su cuerpo, ¿qué otra causa de muerte podría haber?
Aunque entonces me pasaron por la mente una larga lista de maneras de morir e incluso de matar. Me alejé de ahí caminando hacia atrás sin dejar de ver a las dos aves plateadas, y así, caminando como un idiota fue que entré por segunda ocasión a la casa. Sólo entonces me di un minuto para perder el control, hasta entonces me mantuve firme y valiente ante la situación, pero dentro de la casa me di el lujo de perderlo.
Despeiné mi cabello, desabotoné los dos botones superiores de mi camisa gris y casi volvía a ir tras el teléfono para marcar a emergencia, cuando por segunda ocasión me detuve. Aunque ahora había razones de sobra para hacer la llamada: alguien estaba lanzando pájaros a mi ventana. Y a pesar del miedo sabía que lo que menos necesitaba era a la policía en mi casa. Tenía una cita con el dentista que no podía ser cancelada y el sentido común me prevenía sobre una llamada a la estación de policías como una mala idea.
Subí las escaleras, arreglé mi cabello frente al espejo y abotoné la camisa hasta la garganta. ¿La amarilla o la rayada? Me cuestioné parado por tercera vez en el día a los pies de la cama, con mis corbatas al borde de ella.
― ¿La amarilla o la rayada? ―pregunté en voz alta como habría hecho si mi esposa estuviera en las posibilidades de responder en aquel momento.
En respuesta el celular que estaba sobre la mesa de noche comenzó a vibrar, me habría acercado a responder, pero no era mío, cuando la llamada se detuvo apagué el teléfono. Necesitaba irme pronto y para eso necesitaba elegir una corbata, cualquier sonido o interrupción externa podría afectar a mis planes.
Y pensaba en que necesitaba tranquilidad y silencio absoluto cuando un sonido, ya familiar para mí aquel día, volvió a aparecer.
Caminé a la ventana, abrí las cortinas blancas que la noche anterior habían sido salpicadas accidentalmente de rojo y cuál fue mi sorpresa al encontrarme un ave plateada ahí, parada en el borde del cristal desde afuera. Nos quedamos quizás un par de segundos viéndonos, me agaché un poco para quedar a su altura. Y entonces, sin previo aviso, yendo contra cualquier posibilidad de la naturaleza, comenzó a golpearse contra el cristal, su cabeza golpeo una y otra vez a la ventana con fuerza.
Yo estaba ahí, a su altura y a pesar de encontrarme estático por el asombro no dejaba de ser testigo de lo que sucedía. El ave golpeó una y otra y otra vez hasta que murió y cayó al suelo.
Apenas podía con mi asombro, mi boca estaba abierta incapaz de decir algo coherente, mis manos estaban contra el cristal incapaces de detener la muerte del pájaro, mi corazón martillaba dentro incapaz de escapar e ir a un lugar seguro. Estaba asustado como no recuerdo haberlo estado nunca. Y entonces apareció otra ave plateada, y otra y otra, y todas comenzaron a golpear el cristal.
Cerré las cortinas esperando que se detuvieran, pero los golpes siguieron apareciendo, cada vez más fuerte y más seguido. Salí corriendo de la habitación, también bajé corriendo las escaleras sin importarme la posibilidad de una caída y totalmente fuera de control llamé a la policía.
Les dije que ellos querían hacerme daño y no dejaban de golpear a mi ventana, también les di mi dirección. De haberles dicho que eran pequeñas aves plateadas jamás habrían ido. Yo estaba tan asustado que no podía pensar en las consecuencias, es por eso que me quedé a esperarlos y opté por perder la cita con el dentista, los recibí en mi casa media hora más tarde, y aunque no lo crea no me importó no llevar corbata conmigo.
Les mostré el lugar donde habían golpeado, desde afuera, pero no podían ver el cristal a causa de los rayos del sol. Entonces iba a enseñarles el cementerio de pájaros que debía ser mi jardín cuando me di cuenta que no había ni un ave ahí.
Seguramente fueron los gatos, mis vecinos, todos ellos, gustan de los gatos y los coleccionan como si se tratase de oro o corbatas. Los gatos debieron ser quienes se comieron a las aves, por eso no estaban ahí.
Uno de los oficiales pidió ver el cristal desde adentro, yo estaba aterrado y me mostraba colaborador, quería que aquello se resolviera pronto. Subí antes que ellos, me dirigí a la ventana dispuesto a mostrarles donde habían golpeado cada una de las aves. Pero antes de que pudiera mover la cortina, uno de ellos se subió sobre mí.
El otro estaba gritando y llamando por radio, mientras el hombre sobre mí pedía mis datos.
Me levantó del suelo, mis muñecas amarradas. Y entonces me pidieron explicaciones por la escena de crimen.
Yo no entendía la necesidad de mostrarse tan agresivos: les expliqué sobre los golpes antinaturales de las aves y que yo no tenía nada que ver. Pero ellos no querían saber sobre los pájaros plateados. Apuntaron hacia las cortinas blancas manchadas de rojo la noche anterior. Señalaron mi cama donde se encontraban al borde mis dos corbatas.
―¿Quiénes son ellos? ―preguntó el oficial gritando y mojándome con su saliva.
Fue entonces que comprendí el error que había cometido. Jamás debí llamar a la policía.
Miré de nuevo las cortinas manchadas de sangre y la cama ensangrentada con dos cuerpos desnudos.
―Esa era mi pajarita, pero ahora es sólo mi exmujer.