Angélica L. Cota
LA MUJER COCODRILO
Había una vez, como en los cuentos de hadas, una mujer que era incapaz de llorar.
La mujer no lloraba, no con lágrimas al menos. Lloraba a sonrisas, y entre más triste estaba más grande era la sonrisa; entre más deseos de gritar, más reía; cuánto más sola se sentía más cerca de personas se quedaba. Pero el vacío dentro de ella no paraba de llenarse con lágrimas no derramadas.
Y no lloraba nunca, y no se le veía triste jamás. Y nunca nadie habría pensado que sufría hacia dentro. La mujer no podía llorar, porque se le correría el maquillaje, porque sería señalada por extraños, porque rompería con la imagen de la mujer alegre y perfecta que se había inventado; porque debía ser feliz a costa de todos incluso de sí misma.
La mujer no le lloraba ni a la almohada, cerraba los ojos y en su lugar fingía soñar.
Y una tarde ocurrió la tragedia, comenzó por accidente, picando cebollas; siguió en la ducha, cuando el shampoo le entró al ojo; continuó frente a su casa, cuando el viento sopló y le cayó un polvo; mientras caminaba, una pestaña se le atoró en el borde del ojo enrojeciendolo de nuevo. A donde fuera que andaba e hiciera lo que hiciera algo parecía querer doblegarla para que se pusiera a lagrimear.
Pero la mujer era dura y por más que cosas extrañas a su ojo le pasaran, las lágrimas no iban a ganar.
Hasta que de regreso a casa vio a un malabarista hacer un truco y caer sobre el cofre de su automóvil. La mujer rio, una carcajada honesta que le llenó los ojos de lágrimas, y luego la risa estruendosa se convirtió en un sollozo, en un llanto, en un ahogado dolor que llevaba llenándose dentro de ella por años. Y las lágrimas bajaron ante el asombro del payaso que encima de su cofre la miraba sin comprender. La mujer lloraba agarrándose el estomago como si estuviera partiéndose en dos a risas, pero se partía en dos de dolor.
Y entonces, por primera vez, la mujer cocodrilo lloró.