Angélica L. Cota
LA BATALLA QUE NO OCURRIÓ
Había una vez, como en los cuentos bizarros de hadas, un ejército de valientes. Por medio año se había enviado a todos los poblados del reino la invitación del rey para que aquellos que tuviesen edad, fuerza y valía, cumplieran con su palabra de servir a su rey y a cuidar de su gente.
Al palacio asistieron hombres de todas las especies y dietas. Se pudo ver por semanas como nunca a orcos conviviendo con sus lejanos y enemistados primos ciclopes. A gigantes discutiendo enraizadamente con gnomos y duendes malhumorados, que eran apenas unos cuantos centímetros más altos que los pies de los gigantes. Se enturbiaban los humores constantemente por los gallardos cazadores y los perseguidos hombres lobos. Las conversaciones más reflexivas y aburridas eran entre centauros y sátiros que pacíficamente y adornándose el pelaje con florecillas retomaban el infinito tema de cuál de ellos tenía más de animal que el otro, y nunca faltaba un minotauro que levantando las orejas se tomaba aquello como insulto.
Para evitar que se masacraran entre todos antes de la batalla, el sabio rey implementó una serie de entrenamientos que volvía al más fuerte en un debilucho tras las jornadas lanzando hachas, derrumbando troncos, tirando flechas, peleando con fuerza bruta, ensayando con espada, nadando contra corriente en el río que colindaba con el castillo.
Tanto escuderos y artilleros se motivaban ante la promesa de ser nombrados caballeros cuando volviesen con vida de la batalla. Pero a los que ya tenían el titulo recibían la constante amenaza que si alguno de ellos osaba quejarse o pedir un descanso sería expulsado del castillo y se les retirarían sus posiciones y tierras. Bastaron solo tres gnomos quejumbrosos para que el resto de caballeros comprendiera la gravedad de la situación. No sólo no sabían por qué habían sido convocados, les quedaba claro que no podrían irse sin perderlo todo.
Y entonces una mañana el rey bajó al jardín, caminó con sus alas arrastrando la tierra que iba pisando con sus garras. Se le veía derrotado, su plumaje alguna vez brillante y dorado era tan opaco que pudo haber sido confundido con el marrón.
—He traído de tierras lejanas, un espejo que habla y cuenta la verdad. Por semanas he preguntado lo mismo y cada día ha respondido igual. Quien debe ocupar el trono es una doncella.
Gruñidos, bramidos, gritos, quejas se escucharon como protesta. En más de mil años que el método de sucesión de poder llevaba funcionando, jamás se había contradicho la voluntad de ningún espejo. A diferencia de otras monarquías, el Reino de la Magia, no pasaba la corona por linaje sanguíneo. La tradición dictaba que al envejecer el rey debía pasarse la corona al más poderoso de su reino para asegurar que la dinastía perdurase y de ese modo se aseguraba que el pueblo seguiría a un rey sabio, justo, fuerte y valiente.
—Cada rey antes de mí ha tenido la sabiduría de elegir al siguiente, tamaños de reyes hemos tenido como criaturas inteligentes en el bosque, y cada nombramiento ha sido con la guía del mismo espejo que resguardamos de peligro hasta que vuelve a ser necesaria su palabra para señalar al próximo. Esta vez su voz insiste que sea una doncella, los espías que enviamos para conocerla trajeron noticias devastadoras sobre su origen: nada peor que una bruja.
—¡Brujería! —gritó un duende desde el fondo y a ese grito le siguieron el resto de hombres frente al rey.
—¡Han hechizado al sagrado espejo!
—¡Envíenla a la hoguera!
El rey levantó una mano y los hombres se silenciaron.
—Hemos traído a un hechicero, a un nigromante y a un oráculo. Los tres coincidieron que el espejo se encuentra intacto. Pero se nos ha dado una solución: sin doncella, no habrá nueva reina.
En aprobación el ejercito alzó las espadas, los puños al aire, los gritos eufóricos.
—Se enviaron dos batallones de la guardia real para enfrentarla. Ninguna tuvo éxito, pero por suerte pudieron volver dos de nuestros hombres: un elfo y un orco para advertirles lo que encontrarán en la batalla. La bruja tiene consigo serpientes de fuego traídas de la muerte. Le obedecen como a un demonio y queman todo intento de ataque. Nuestros arqueros quisieron derrumbarlos, y fueron atacados por el fuego, por suerte, esas bestias no atacan sin provocación y los batallones pudieron avanzar en silencio hasta la siguiente prueba.
Se escucharon silbidos y aplausos para celebrar el ingenio de los hombres que lograron vencer a los dragones sin atacarlos directamente. El rey nuevamente levantó la mano y por segunda vez el silencio le acompañó a su instrucción:
—La malvada mujer se oculta en El Campo de las Florecitas Amarillas, pero cuidado, porque estas flores no tienen nada de inocentes, malditas como la doncella clavan sus espinas en las pieles de los más fuertes y pronto desfallecen. Atacan a quien las ataca, asi que deberán arrastrar sus pies por el suelo. Con la habilidad de los trolls se ha trabajado arduamente en el diseño y creación de armaduras especiales. Todos llevarán estas para defenderse de las espinas: desde escuderos hasta caballeros y jinetes.
—¡Por los trolls! ¡Trolls! —se escuchaba la euforia de los orcos que eran tan cercanos a estos.
—Si lograsen atravesar a las florecillas venenosas, llegarán a un lago que divide su cabaña del campo. Para eso hemos traído a los gigantes, orcos y cíclopes, que nos ayudaran a cruzar a los más pequeños y a las naves con el armamento, el resto tendrá que nadar. Pocos de mis hombres han conseguido cruzar con vida en esta etapa, debo advertirles que en el mar se encuentran ninfas con colas de pescado y alas de luciérnagas en las espaldas, desearán morir ahogados antes de llegar a ellas, en el agua sólo podrán defenderse con la fuerza de sus brazos, pero esas alimañas cantan canciones que enloquecen. La razón para no llevar armas es para evitar que atenten contra ustedes mismos como ya ocurrió con nuestros mejores arqueros y espadachínes.
Tanto los cazadores, minotauros, centauros y sátiros expertos en las armas se movieron incomodos en sus sitios, los gritos esta vez apenas se escucharon entre los más altos.
—No cantemos victoria, caballeros. Después de cruzar el lago y encontrarse frente a la cabaña, la tristeza que embarga la muerte de sus hermanos será tal que apenas serán capaces de arrastrarse por la tierra para alejarse de La orilla del amor, como esa bruja ha nombrado a su pequeña isla. No habrá una muerte aquí, pero incluso ahora tenemos ahí dos docenas de orcos y ciclopes que continúan llorando la tragedia ocurrida, se sabe que el gigante Tronco, el más alto de los gigantes del reino y el primero en ser invitado a unirse al primer batallón, continúa abrazando a sus pies porque llevaba una década sin verlos y apenas los encontró. La locura del amor por lo perdido puede ser su perdición.
Los más altos esta vez también quedaron en silencio.
—Aquellos que sobrevivan cruzarán matorrales antes de llegar a la cabaña de madera. Y entonces la verán, cepillando su cabello o cantando canciones. Deberán cubrir sus ojos y oídos y andarse a ciegas. La bruja tiene consigo a la guardia real, la que fue mía por décadas con hombres que juraron lealtad. Tendrán que tentarlos a distancia para que se separen de esa bruja, en los matorrales tendrán ventaja para atacarlos, pero si cruzan estos no prometo que sus ideales y juramentos sean tan firmes como el embrujo que esa mujer crea. Lancen sus flechas, claven sus dagas, entierren sus puñales en esas pieles traidoras, no dejen a ninguno con vida. Y el que me traiga la cabeza de esa que se hace llamar doncella, será proclamado rey.
La euforia que se había perdido a lo largo del monologo fue recuperada ante esa nueva recompensa. Una docena de trolls entró al jardín, cada uno con sus bestias jalando carretas cargadas con cajas repletas de armaduras y armas para cada especie. Sin premuras fueron armándose y antes del mediodía partieron a la batalla.
Pasó una hora, un día, una semana hasta que el rey extendió sus alas y voló hacia donde envió a sus hombres. Sus alas tan opacas que eran una mezcla sucia de carbón no tenían rastro del plumaje dorado que alguna vez había impresionado al espejo. Voló a corta distancia al acercarse a los dragones, cruzó sin dificultad por encima de las flores, se alejó del agua del lago y alzó el vuelo aún más lejos de la orilla del amor, se quedó aleteando sobre los matorrales sin señales de sus hombres y entonces escuchó sus risas, la música. Se acercó un poco más. Los tres batallones que había enviado bailaban alrededor de la cabaña, se reían, y daban golpes a sus espaldas de manera amistosa. Buscó con la vista hasta que la encontró.
La doncella estaba sentada en el escaloncito frente a su cabaña, aplaudiendo y cantando para todos. El espejo no le hizo justicia cuando le habló de su belleza y poder porque bastó que ella lo mirase a los ojos para que detuviera el vuelo.
Bajó hasta que sus garras tocaron el suelo, sus alas lentamente fueron recuperando el dorado hasta asemejarse al oro, caminó con seguridad, dejó caer la espada que había llevado para cortarle el cuello y cuando logró estar frente a ella hincó una rodilla al suelo, se quitó la corona que tenía en la cabeza y se la entregó.