Angélica L. Cota
EL INFIERNO EN EL PARAÍSO
Relato
El infierno tiene una puerta que lleva directo al paraíso.
Cuando la creó se aseguró que solo pudiera ser abierta de un lado, del suyo. De ese modo podría tener acceso y control sobre las visitas que se dieran entre ambos mundos.
Él podía pasar décadas sin hacer uso de la puerta. Se resistía a la tentación que esa puerta de plomo brillante significaba. Una puerta que era tóxica al toque y nociva al entrar.
La ventaja de él es que sabía cuando estaba por caer en la tentación, veía su autocontrol cediendo cuando sus ojos frecuentaban la puerta, cuando sus pasos se dirigían hacia ella, cuando involuntariamente su mano se estiraba en su dirección, y se sabía perdido cuando empezaba a fantasear con lo que seguiría al abrirla. Lo que encontraría del otro lado.
Y entonces se aferraba con lo poco que le quedaba de voluntad a su paraíso. Ahí, el cielo era siempre azul, constantemente una brisa fresca se quedaba en el aire, la tranquilidad del viento era su propia firma personal, le gustaba, pensó que le gustaba.
Pero cuando miraba a la puerta negra de su habitación se daba cuenta de que en realidad no le gustaba, que estaba cansado de la frescura, del color blanco a su alrededor, de la pulcritud y de la armonía, de las aves cantando las mismas melodías, de las risas en el césped, de las conversaciones amenas, del amor en el aire. Estaba cansado del paraíso que él había creado para sí mismo.
Y entonces, una vez cada tanto la fantasía tomaba más fuerza. Se imaginaba lo que encontraría del otro lado: el calor, las llamaradas de fuego, el piso volcánico que se iría transfigurando a cada minuto, los gritos, las voces suplicantes, la quemazón que acompañaba cada paso descalzo al andar. Ahí nadie lo alababa, no había inclinaciones de cabeza ni reverencias, le insultaban, maldecían, la mayoría lo ignoraba creyendo que se trataba de un engaño de la mente para torturar a sus almas condenadas.
Pero él se resistía a ceder, porque lo podía todo excepto ir contra sus deseos más profundos, aun así caminaba en dirección contraria, se refugiaba entre sus ángeles que le cantaban a coro sus alabanzas. Y su traicionera mente, aquella que él no había creado nunca, que así era desde que tenía conciencia, aquella que quizás otro había creado para que él pudiese crear al mundo a su vez, esa traicionera mente volvía a hacerle imaginar lo que vería del otro lado de la puerta.
La figura de su ángel favorito. Que siempre andaba en el infierno con los brazos cruzados, la frente en alto y el mentón altivo, sin dedicarle sonrisas a sus pecadores más infames, sin aceptar suplicas, sin ceder ni conmoverse. No importaba cuántos años, décadas o siglos le hiciera esperar. Su ángel no se impacientaba, ni le reclamaba, y entre más tiempo dejaba pasar más evidente era lo poco que le afectaba su ausencia.
«¿Tan pronto?» le preguntaba con desinterés cuando lo sentía llegar al Infierno, no importaba si la última vez que estuvo ahí fue un día o una era, «pero si ya estás aquí», añadía antes de quitarse los trapos sucios que vestía, dejando a la intemperie toda esa exquisita y bella piel que él mismo había creado cuando quiso darle forma a la perfección.
Y él se acercaba a su ángel caído y sentía el calor incluso antes de tocarle, sentía su piel quemarse a su lado y todo lo que tenía bajo la piel hervirle cuando apenas se había permitido tantear una caricia. Y una vez cada tanto, cada mes, cada año, cada siglo, cada era, cada que él cedía a la tentación, el infierno ardía como nunca.
Y en eso piensa él mientras escucha las alabanzas, las risas, siente la brisa, el fresco viento, el aire puro, piensa en eso al tiempo que ve el brillante, blanco, pulcro paraíso que creó para él y para su ángel favorito antes de que todos los otros se le rebelaran y lo pusieran en la encrucijada de elegir al paraíso o al ángel narcisista del que se había enamorado.
«¿Tan pronto?»
Parece que lo escucha a su lado, que el aliento cálido le roza la mejilla, se le aprieta el interior al recordar su voz, esa voz que grita dentro de su cabeza para que vuelva a él, porque ha dejado pasar demasiado tiempo. Una voz ausente que grita más alto que los ángeles y arcángeles cantando a su alrededor.
Levanta una mano y pide silencio, antes de alejarse de ellos. Sube las escaleras, los mil un escalones que lo separan de sus creaciones, hasta llegar a su alcoba. Una cama de nubes lo espera y a su lado una puerta negra de plomo maldito.
Si tuviese pulso latiría con fuerza contra su garganta, si hubiese creado para sí mismo la timidez y los nervios, lo sentiría cada vez que vuelve a abrir la puerta, pero no siente nada excepto el calor. Abre la puerta y antes incluso de dar un paso dentro puede oírlo con claridad.
«¿Tan pronto?»
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