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No apagues la luz

Mi madre decía que dentro de la casa la oscuridad se ocultaba y que era importante mantener las cortinas abiertas para que entrase la luz. Creía que en los rincones del techo veía unos ojos rojos brillar desde las sombras. La recuerdo hincada al lado de la cama rezando para que nuestras almas no fuesen devoradas por lo maligno. 

 —Ora conmigo —me pedía con los ojos grandes y ojerosos por la falta de sueño, sujetando el rosario en una mano, mientras con la otra iba pasando sus dedos entre una página y otra de su biblia sobre el colchón. 

  Y yo me hincaba a su lado, movía los labios en silencio, mientras imploraba para que la muerte se la llevara pronto, y así dejara de sufrir.

 —No apagues las luces —decía con voz temblorosa, una vez que la ayudaba a acostarse bajo las cobijas, como si ella fuese la niña y yo la madre. 

Besaba su frente y le tomaba la mano antes de decirle que no existían las pesadillas en el mundo real, que descansara porque yo velaría sus sueños. 

  No lo hizo. No sé si porque no creía en mis palabras, porque sabía que apenas se durmiera yo también lo haría o porque sus perturbadas ensoñaciones le impedían dormir. Sus miedos eran reales para ella. Se quedaba con los ojos abiertos a la fuerza como si temiese incluso la breve oscuridad de parpadear.  

  Era una anciana, pero por su delgadez parecía que la vida la estuviese succionando desde adentro, se movía con lentitud por los pasillos arrastrando los pies tras su bastón, despacio y con certeza andaba de una habitación a otra, asegurándose que las ventanas y cortinas estuviesen abiertas. 

  —Niña, ven aquí y cambia las velas. 

  En pleno siglo XXI nuestra casa tenía velas en cada habitación, encendidas día y noche como un repuesto en caso de apagón. 

  Si por accidente alguna se apagaba, la anciana santiguaba con su mano esquelética el espacio frente a sí mientras con la otra se las ingeniaba a encenderla otra vez, mientras se equilibraba con ayuda del miedo y no del bastón.

 —Fue sólo el viento.

  —Fueron las sombras —aseguraba antes de seguir bendiciendo la alcoba. 

  Pero los hábitos que se impuso no acababan ahí.

—No camines como un fantasma —me reprendía cuando llegaba a correr para auxiliarla tras escucharla gritar por ayuda—. Me vas a matar de un susto uno de estos días. 

Nada de correr, ni acelerar el paso, ni usar zapatos; mi madre prefería que arrastrara los pies antes que oír mis pasos, por lo que debía ser cuidadosa al andar para que no se oyeran mis pisadas contra la madera vieja.

Ese era uno de sus mayores miedos, aseguraba oír en la madrugada los pasos de fantasmas que buscaban sus almas entre los pasillos. Era así de incapaz de distinguir los inventos de su mente de la realidad.

—¿Los escuchas?, ¿los escuchas? —repetía mientras su cuerpo se volvía tembloroso y sus ojos iban de un lado a otro por la habitación iluminada como si quisiera dar con el origen de los sonidos.

—Es el ruido del silencio.

Y por décima vez en el día me hacía hincarme al lado de su cama para orar.

—Son ellos, trae el rosario y ponte a rezar.

Mi pobre madre vivía desviviéndose de miedo, y cada noche que pasaba, uno nuevo aparecía y se añadía a la larga lista de costumbres. No era de extrañar, ya había perdido la cuenta de los días y las noches en que la mujer se mantuvo despierta.

El psiquiatra le recetó pastillas para dormir, pero tras varios intentos fue luego de escupirme y tirarme el vaso de agua a la cara que desistí de ayudarla a descansar.

Sin embargo, los desvaríos incrementaron.

—¡No! Niña estúpida, no te agaches bajo la cama —dijo al tiempo que me dio un jalón de cabello para evitar que buscara bajo su cama el rosario que se le perdió.

 —Para, madre, seguro que se cayó anoche.

—No seas tonta, ellos se esconden en la oscuridad. ¿Crees que bajo mi cama llega la luz?

Suspiré y negué con la cabeza, mordí mi lengua para no soltarle explicaciones lógicas contra su insensatez. Sabía que de nada servirían mis argumentos.

—Anoche pude ver sus manos salir de ahí —me dijo con tono más bajo como en confidencia.

—Te creo, madre. Iré por el mío que debe estar en mi habitación.

—Con la biblia bastará, ponte a rezar de nuevo. Ora por nuestras almas, niña ingenua.

Y a regañadientes cumplí su orden, del mismo modo en que obedecía para andar descalza, mantener las ventanas abiertas, las luces encendidas, las velas prendidas, la voz baja, la biblia cerca, la ropa negra. Repetí una vez más las oraciones que me atormentaban en pesadillas como un bucle infinito del que no podía escapar.

Su última noche de vida fue cuando intentó acabar con la casa. La encontré a tiempo para apagar el fuego que provocó en la cortina.

—¿Qué haces?

—Así siempre habrá luz en la ventana.

Me llevé las manos al rostro cansada de la locura a la que me tenía sometida. Y nuevamente rogué en silencio para que terminara su sufrimiento. Cubrí mi boca con ambas manos y grité hacia dentro ahogándome en un llanto que no podía dejar salir mientras ella estuviera viva.

Le arrebaté la vela y fui a la cocina, tomé un vaso y, sin pensar mucho en mis acciones, trituré con un cuchillo una de las pastillas para dormir, eché el polvo al vaso y cuando me aseguré que no era posible que notara el engaño, subí a su habitación donde la encontré hincada orando como cada noche.

La levanté, la senté en la cama y con voz dura le pedí que se bebiera el agua para sacarse de encima los miedos.

—No salen así.

—Lo harán —aseguré con voz tajante.

No discutió, bebió hasta la última gota y luego la ayudé a acostarse bajo las sabanas antes de hincarme a su lado para rezar, en voz alta y clara.

—Yo velaré tus sueños —le aseguré al terminar la plegaria mientras la veía intentar abrir los ojos con esfuerzo, la escuché lanzar el último soplo de vida y me quedé atenta de los movimientos de su pecho, le tomé el pulso y cuando corroboré que había muerto frente a mí, suspiré.

Me levanté a cerrar la cortina, para que al fin ella descansara en paz como no lo hizo en sus últimas semanas. Regresé a su lado, acomodé sus manos pálidas sobre su pecho, la cubrí con la sábana hasta la frente, apagué el foco del techo. La habitación quedó apenas iluminada con la luz de la vela, me acerqué a la mesita de noche y la tomé con ambas manos.

Mientras la llama danzaba frente a mí recuerdo haber pensado que al fin sería libre de los inventos de mi madre. Di una exhalación que apagó la vela.

La habitación se quedó a oscuras.

Y entonces fui capaz de oírlos por primera vez: los rasguños, las voces tras las paredes, el incesante taconeo del techo, el murmullo bajo la cama, la sombra con los ojos rojos en la esquina de la habitación, las macabras risas a mis espaldas.

Busqué en el bolsillo del pantalón el encendedor para prender la vela, pero era tarde. Distinguí el cuerpo de ella sentarse en medio de la cama y luego cómo la sábana cayó a su regazo antes de que unas cuencas negras donde antes estuvieron sus ojos se posaran en mí.

—Niña tonta, ¿no te dije que no apagaras la luz?





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