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Relatos

Las pecas de tu piel y yo nos conocimos un verano. Las pecas de tu piel saben a dulce y a café. Las pecas de tu piel me multiplican cada día con mi afecto. Las pecas de tu piel escuchan mi tragedia y ellas me abrazan para volver mi vida una comedia. Las pecas de tu piel me cantan historias del pasado. Las pecas de tu piel riman en exceso con los lunares de mi cuerpo.

    Las pecas de tu piel tienen tres o cuatro tonos como el mío, las pecas de tu piel se ocultan con el maquillaje para nuestras citas. Las pecas de tu piel se convierten en mi cama al anochecer, las pecas de tu piel son torbellinos por las mañanas. Las pecas de tu piel nunca tienen frío. Las pecas de tu piel conocieron antes rostros, pero ninguno con los lunares del mío. Las pecas de tu piel bailan un vaivén de enamorados. 

   Las pecas de tu piel se sacuden con tu risa, las pecas de tu piel se sonrojan cuando me miran. Las pecas de tu piel se saben tres secretos míos, las pecas de tu piel se pierden en mi piel. Las pecas de tu piel sueñan conmigo, las pecas de tu piel han memorizado mis caricias. Las pecas de tu piel se han tatuado mi nombre, las pecas de tu piel se han tatuado en mi alma.

   Las pecas de tu piel tienen frío; las pecas de tu piel discuten porque se acaba el verano. Las pecas de tu piel se han vuelto inseguras por otras pieles, otros rostros y otros lunares; las pecas de tu piel no entienden que antes de ti nunca había contado pecas en las pieles de nadie.

 Las pecas de tu piel no creen que son en total doscientos cinco; las pecas de tu piel tiemblan de miedo y frío. Las pecas de tu piel saben a lágrimas saladas; las pecas de tu piel gritan palabras como tiempo y distancia. Las pecas de tu piel crean drama en mi tragedia.

Las pecas de tu piel y yo nos olvidamos.

 Las pecas de tu piel… 

las pecas de tu piel… 

 ¿Tenía pecas tu piel? 

Había una vez, como en los cuentos de hadas, una mujer que era incapaz de llorar.

La mujer no lloraba, no con lágrimas al menos. Lloraba a sonrisas, y entre más triste estaba más grande era la sonrisa; entre más deseos de gritar, más reía; cuánto más sola se sentía más cerca de personas se quedaba. Pero el vacío dentro de ella no paraba de llenarse con lágrimas no derramadas.

Y no lloraba nunca, y no se le veía triste jamás. Y nunca nadie habría pensado que sufría hacia dentro. La mujer no podía llorar, porque se le correría el maquillaje, porque sería señalada por extraños, porque rompería con la imagen de la mujer alegre y perfecta que se había inventado; porque debía ser feliz a costa de todos incluso de sí misma.

La mujer no le lloraba ni a la almohada, cerraba los ojos y en su lugar fingía soñar.

Y una tarde ocurrió la tragedia, comenzó por accidente, picando cebollas; siguió en la ducha, cuando el shampoo le entró al ojo; continuó frente a su casa, cuando el viento sopló y le cayó un polvo; mientras caminaba, una pestaña se le atoró en el borde del ojo enrojeciendolo de nuevo. A donde fuera que andaba e hiciera lo que hiciera algo parecía querer doblegarla para que se pusiera a lagrimear.

Pero la mujer era dura y por más que cosas extrañas a su ojo le pasaran, las lágrimas no iban a ganar.

Hasta que de regreso a casa vio a un malabarista hacer un truco y caer sobre el cofre de su automóvil. La mujer rio, una carcajada honesta que le llenó los ojos de lágrimas, y luego la risa estruendosa se convirtió en un sollozo, en un llanto, en un ahogado dolor que llevaba llenándose dentro de ella por años. Y las lágrimas bajaron ante el asombro del payaso que encima de su cofre la miraba sin comprender. La mujer lloraba agarrándose el estomago como si estuviera partiéndose en dos a risas, pero se partía en dos de dolor.

Y entonces, por primera vez, la mujer cocodrilo lloró.

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